
Pero todo indica que, a pesar de los avances democráticos que ocurrieron en la década pasada, llevamos un buen tiempo sistemáticamente saqueando y maltratando a México. Y la culpa no es sólo de la clase política rapaz; la responsabilidad también reside en ciudadanos que emulan las peores prácticas que ocurren en los pasillos del poder: evaden impuestos, pagan mordidas, se vuelven cómplices de la corrupción que denuncian. Peor aun, no confían en sus compatriotas. La ausencia de ese valor fundamental para la consolidación democrática y la prosperidad económica, como lo escribiera Francis Fukuyama en su libro "Trust", lleva al surgimiento de una sociedad atomizada, corroída, descompuesta.
Nos hemos acostumbrado al saqueo colectivo; hemos aprendido que el país funciona así. Allí están los estratosféricos salarios y bonos y pensiones y beneficios de los que arriban al sector público. Allí está un sistema educativo que ni siquiera sabe cuántos maestros y burócratas tiene, mientras los mantiene de forma vitalicia. Allí está un sistema de seguridad social que genera incentivos para la informalidad, mientras desparrama recursos. Allí está el gasto público repartido entre los gobernadores, un hoyo negro que evade la fiscalización. Allí está el país paralelo, resistente al cambio y atorado en las costumbres extralegales, antiinstitucionales, informales.
Casi no importa dónde termina el desperdicio y comienza el robo; lo primero enmascara y propicia lo segundo. Se asume que cualquiera que trabaja en el gobierno puede ser sujeto de la corrupción, de la complicidad, del encubrimiento. Quienes tienen tratos con miembros del sector público asumen que siempre se puede llegar a un acuerdo personal tras bambalinas. Quienes pasan su vida en el "servicio público" emergen con mansiones multimillonarias y casas de fin de semana en los destinos más codiciados. Quienes no encuentran un Estado capaz de ofrecer seguridad personal buscan la protección ofrecida por capos en lugar de policías.
El rasgo cultural -tanto causa como síntoma del colapso moral- es la resistencia de tantos mexicanos a pagar impuestos. La vasta mayoría de los trabajadores autoempleados hace trampa, evade, soborna, promueve la contabilidad creativa. Los mexicanos nunca han aprendido a pagar impuestos, y no lo han hecho porque pocos son penalizados. Es una ofensa social menor, como cuando un hombre no le abre la puerta a una mujer, o habla con la boca llena. En México el nivel de evasión es extraordinariamente alto y el nivel de recolección es deprimentemente bajo. Como la mayoría de los mexicanos, a excepción de los contribuyentes cautivos, no paga, la sanción a personas que no lo hacen parecería arbitraria. Y quienes son detectados practicando la evasión o la elusión llevan sus casos a las cortes, donde languidecen durante años. Mientras tanto, millones de mexicanos insisten en pagos en efectivo, ocultan o lavan dinero, logran la condonación. El sistema tributario facilita que la sociedad entera haga trampa.
La cantidad de energía social que se dedica a doblar la ley en México es monumental. Y lo peor es que hemos perdido la capacidad para la sorpresa ante lo que debería ser visto como comportamiento anormal. El Estado mexicano no sólo es corrupto; también corrompe. Eso lleva a que los mexicanos tengan pocas cosas amables qué decir sobre sí mismos o sus compatriotas. En lo individual, los mexicanos son generosos, leales, amables. Pero en lo colectivo demuestran lo peor de sí mismos: evaden impuestos, sobornan a políticos, mienten para obtener un beneficio personal. La total ausencia de fe social se convierte así en un círculo vicioso. La epidemia de la mentira, la trampa, el robo y la corrupción hacen imposible la vida cívica y el colapso de la vida cívica simplemente instiga patrones cada vez peores.
La única esperanza ante este diagnóstico desalentador se encuentra en esos mexicanos -empeñosos, valerosos, combativos- que se niegan a participar en el colapso moral de su país. Los que insisten en la transparencia en lugar de la opacidad. Los que optan por la construcción en vez de la destrucción. Los que se niegan a ser parte del desmantelamiento. Y que ante lo que contemplan, rehúsan esquivar la mirada o perder la fe. Como escribiera famosamente Margaret Mead: Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar al mundo. Es la única cosa que lo ha hecho.
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